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Un programa de reestructuración empresarial hecho por epidemiólogos, un desarrollo industrial diseñado por sociólogos o un protocolo de salud hecho por ingenieros, saldrán igual que un puente construido por abogados. Cada persona debería saber hasta dónde puede ir y dejar a los que saben para que aporten en su especialidad y con su experiencia, que tiene que ser amplia y probada cuando se trata de situaciones complicadas. Quien los preside deberá actuar como director de orquesta y esto no le restará méritos, sino más bien acrecentara su prestigio. Si el director quiere ser el protagonista, escogerá colaboradores de tercera y, entonces, sí estamos hechos.
Con motivo de la pandemia del COVID-19 han aparecido en primera fila personas que poco o nada tienen que aportar en este problema y se ha notado en el ambiente un sesgo antiempresarial, puesto en agenda por quienes profesan ideologías en ese sentido y seguido por quienes no tienen una idea clara sobre lo que significa una empresa. En resumen, la voz es: primero la vida y la salud, después ya se verá el problema de la reestructuración empresarial, que por último eso es para favorecer a los “ricos”.
Muchos ni se han detenido a pensar que la existencia de la empresa es indispensable para que exista salud y para que continúe la vida como la conocemos. Aun en medio de la cuarentena, la señora responsable de organizar la alimentación de la familia no se angustia y da por hecho que mañana en el mercado encontrará los productos alimenticios que necesita y el médico cuando receta sabe que estarán disponibles en las farmacias los medicamentos para que sus pacientes recuperen la salud. El pan, los artículos de limpieza, la electricidad, el gas, la ropa que usamos y en general todo lo que necesitamos para vivir, están allí porque detrás hay un empresario grande, mediano, pequeño o unipersonal que los produce y que, para poder hacerlo, renunció a la seguridad de un salario o de un sueldo y escogió la incertidumbre, el vivir angustiado y no poder dormir tranquilo por los riesgos que trae su actividad, donde con una mala maniobra o una errada decisión puede perderlo todo. Con la angustia de su propio riesgo, redime la del consumidor, que duerme confiado sabiendo que sus necesidades estarán cubiertas.
Pero hay algo más que la empresa proporciona y son puestos de trabajo para que las personas cuenten con los recursos económicos que les permitan llevar una mejor calidad de vida. Con esto también redimen la incertidumbre del trabajador, que sabe que al margen de que la empresa gane o pierda, siempre a fin de semana recibirá el pago que garantiza el mantenimiento de su familia. Quienes carecen de un empleo, pasan generalmente a la condición de pobreza. En ella se vive más insalubremente, carentes de servicios básicos, se alimentan insuficientemente y sufren más por las enfermedades, sobre todo en nuestro país, donde los servicios públicos de salud son totalmente deficientes. Por lógica, su índice de mortalidad tiene que ser más alto que el de los no pobres.
Esto que es de fácil deducción necesitaba una prueba estadística para comprobarse y saber en cifras reales cuánto representa esta diferencia. En septiembre del 2018, el Ministerio de Salud, aunque un poco tarde, publicó un estudio titulado “Análisis de las Causas de Mortalidad en el Perú, 1986-2015”. En uno de sus capítulos, se hace un análisis sobre “Mortalidad por condiciones de pobreza” en los últimos 30 años, hasta el 2015.
Durante ese periodo, la tasa de mortalidad del sector “pobres” fue siempre mayor que la de los “no pobres”. Se observa que la brecha entre ambos, que era de 6.8 puntos en 1986, se redujo regularmente hasta llegar a 3.1 puntos en el 2005, no existiendo razón alguna para que haya variado en los siguientes años. Por lo tanto, se ha prolongado cuatro años más la línea con similar tendencia para hallar las tasas actuales: 8.45 fallecidos x 1,000 para los que viven en pobreza y de 5.35 x 1,000 para los no pobres.
Faltaría estimar cuál será la cantidad de nuevos pobres que se añadirán a los ya existentes como consecuencia del cierre de empleos a consecuencia del COVID-19. La universidad ESAN ha publicado un estudio elaborado por dos profesores de maestría, que incluye el Nº de desempleados que se producirían en el país por esta causa, y por cada sector económico. (Ver resumen al final)
Sumando los impactos sectoriales, según este trabajo, el COVID-19 provocaría en el Perú una pérdida estimada en 3.5 millones de empleos. Si a éste número le sumamos los 700,000 desempleados iniciales, el Perú acabaría el año con 4.2 millones de desempleados, lo que equivale a una tasa del 23.6 % de la PEA.
En un principio, estimé exagerada esta cifra, pero ya no me pareció tanto cuando la Ministra de Economía declaró que en la primera fase de la reanudación de actividades que se desarrollará durante mayo, casi el 70% de la economía estará operando de manera eficaz. Si trasladamos este % a la PEA del país que es de 17.2 millones de trabajadores, podría estimarse que ese sospechoso “casi” del 30% que quedará sin reactivarse, representa un aproximado de 5.2 millones de puestos de trabajo.
De esta manera, los 3.5 millones de puestos de trabajo perdidos calculados en el estudio publicado por Esan son razonables y desde allí habría que comenzar a trabajar para ir recuperándolos y regresar al nivel de antes de la pandemia.
El gobierno viene dando algunas medidas y proyecta otras de mediano plazo para reactivar nuestra economía. Hay que tener presente que no todo depende de nosotros, estamos en un mundo globalizado y cuenta también lo que pase en otros países. Se agrava nuestra situación por el hecho de que el 2021 tendremos elecciones y las inversiones van a ser reacias en acudir, hasta no conocer los resultados.
Pero supongamos que los planes del gobierno tengan éxito y que en unos hipotéticos cuatro años lográramos regresar a los niveles que teníamos antes de la pandemia. Si además suponemos que los 3.5 millones de desempleados serán nuevos pobres, que tendrán que sobrevivir creándose o inventando dentro de la pobreza nuevas formas de trabajo, tendríamos que ir recuperándolos anualmente por cuartos para llegar a la meta de reactivación en el año 2022, con la misma proporción de pobres que teníamos cuatro años antes.
El resultado de este macabro balance es que durante esos tres años de reactivación y como consecuencia de los 3.5 millones de nuevos pobres, se producirían alrededor de 33,500 fallecimientos no previstos, motivados solo por causa de la nueva pobreza (ver cuadro), que habría que poner en un plato de la balanza para contrarrestar a los fallecidos como consecuencia del COVID-19 que hasta el día de hoy suman 1,444, pero que sin duda se irán incrementado.
Ahora ya tendremos argumentos para comparar y discutir y si queremos salir mejor librados de esta encrucijada tendremos que hacer cosas grandes bajo la conducción de personas que den la talla.

